Relato de medianoche, 2008



Preludio

 Cuando la penumbra del atardecer está a punto de apagarse, se encienden los recuerdos del amanecer. Cuando el árbol de la longevidad se encorva por el peso de los frutos maduros de la experiencia, se nos hacen más apetecibles los verdes y lejanos frutos del candor y la puericia que antaño nos envolvieron. Cuando el corcel de la vida ya casi roza la meta, queremos cabalgar de nuevo por los prados floridos de la niñez. El viejo dios del tiempo ha colocado sobre nuestros fatigados ojos las doradas lentes de la nostalgia para que con ellas podamos leer y repasar las páginas rosas del libro del ayer. Tal vez le falten las cinco primeras hojas a nuestro libro. La consciencia es nuestra inseparable dormilona durante los años más tiernos. O tal vez sí alegran el libro esas primeras hojas, pero no acertamos a leerlas. No importa.
El hecho es que, a galope del caballo de la morriña, doblamos raudos las esquinas del tiempo y regresamos a la más temprana niñez que el recuerdo nos permite. El albo y veloz cuadrúpedo sestea ya en las glaucas praderas del año quinto de nuestra vida.
Sobre el lienzo purísimo de la infancia han trazado los dioses de la felicidad las sonrisas francas y lozanas de papá y mamá, del hermanito y la hermanita ... ¡Dulce y feliz hogar! El corcel que desde el futuro nos ha transportado al país de las maravillas infantiles es ahora el caballito de cartón que se balancea junto a la cuna que pronto será una reliquia. Mañana, cuando la nieve acaricie nuestras sienes, echaremos en falta el caballito y el entorno en que trotaba. Y regresaremos sobre el alazán del tiempo al dulce y feliz hogar del niño aquel que fuimos, para volver a ser los privilegiados y eternos jinetes del viejo caballito de cartón.  Este es el niño que se asoma a las páginas que a continuación deleitarán al lector. A lomos del caballo del tiempo, nuestro niño vuelve al ayer de su Turón natal. Sobre el corcel de la nostalgia retorna a su Asturias querida para encontrarse con aquel niño de cinco años y con el mozo que floreció después y que jamás dejó de ser niño. Este es nuestro Ricardo Tomillo. 

Jesús Antonio San Martín Cronista de Torremolinos

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